Ángel Rama ya señalaba en su lucidísimo libro Salvador Garmendia y la narrativa informalista el monotematismo de este icónico escritor venezolano, oriundo de Barquisimeto. Esa fijación temática es, sin duda, el cambio demográfico y urbanístico que experimenta psíquica e ideológicamente su generación: el paso del pueblo a la ciudad (Caracas) y su desmesurado crecimiento. En un libro sobre la obra de Fruto Vivas, Raúl Díaz ha explicado este cambio ideológico y político que se experimentó en Caracas a partir de la década de 1940. En palabras de Díaz, podría resumirse del siguiente modo:
“El modelo arquitectónico urbano implícito tras el urbanismo vertical de la torre estadounidense, presupone necesariamente una figura económica especulativa exacerbada, en la cual el suelo como mercancía pasa a constituirse en elemento determinante de las nuevas formas de discriminación social de la ciudad contemporánea. Y en consecuencia, también de los nuevos patrones ritualizados de intercambio, represión y atomizada convivencia con otro anónimo, que pulula desconfiado y en guardia en esa retícula de relaciones urbanas desdibujadas entre sombras impersonales, que ahora y desde entonces, son parte integral de la creciente degradación ambiental—física y espiritual—, de la ciudad vertical moderna a escala mundial” (20).
De hecho, es a esta ideología que entraña el urbanismo vertical a la cual Garmendia atacará en toda su obra mediante la vulgaridad, rescatando en historias contadas en tono arrochelado la comicidad que existe en y entre los habitantes de esa urbe y su pasado rural. Esa postura y accionar es el mismo que vemos prolongado en sus Crónicas sádicas (publicadas en la revista “El sádico ilustrado”, dirigida por Pedro León Zapata) recientemente publicadas en conjunto por El Estilete. En una de estas crónicas, titulada “Las gonorreas de Pablito”, Garmendia escribe: “Como buenos caraqueños de ayer, que es como decir de la nada, pues nuestra martirizada ciudad carece de pasado, nos fuimos al bar del Álvarez, uno de los pocos niditos de nostalgia que nos quedan y allí nos sentamos delante de dos vasos de whisky, bebida ésta que al paso de unos pocos años pasará a formar parte de lo más auténtico de nuestro folklore” (68).
Esta cita quizás resulte indispensable hoy para comprender el whisky como símbolo de esos años trágicamente prósperos para el país. A partir de ella, tomando en cuenta el contexto urbano en que se desarrolla, podría pensarse que el sueño americano fue la embriaguez venezolana. Antonio Llerandi, en 1984, ya nos transmitía este mensaje en su film Adiós Miami. La bebedera de caña desmedida, como parte de la cotidianeidad del venezolano, en el caso concreto y preciso del protagonista de esta película, un nuevo rico prototípico, es uno de los rasgos distintivos de la época. El whisky es su símbolo máximo en la ostentación del éxito y prestigio, un distintivo de clase, pero también una metáfora de la perdida y necesaria sobriedad que la sociedad necesitaba para administrar su prosperidad.
No es extraño que Eduardo Sánchez Rúgeles titule Blue Label / Etiqueta azul una novela en la que desarrolla el malestar cultural y psíquico de las clases medias altas en Caracas. Y toda su sintomatología suicida. Quizás hay que entender el título de la novela como el punto más alto de ese estilo de vida que el whisky representa, y del cual no se puede sino caer. “Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer / Cae sin vértigo”, decía el mago Altazor a través de Vicente Huidobro.
Esta actitud de ostentación, podríamos pensar leyendo una entrevista que hace Sergio Dahbar a Hugo Prieto, y los mismos hechos de la novela de Rugeles, transcienden la partidización política. Dice Prieto: “Si vas al 23 de enero, vas a ver lo mismo que ocurre en Plaza Altamira. Las mismas manifestaciones de intolerancia. Cada quien orgulloso del lugar que ocupa, de las relaciones que tiene con el consumo, de su relación con los estilos de vida. Una es una urbanización popular y otra es de clase media alta. Pero allí se manifiesta una identidad. Este es un fenómeno cultural poco estudiado. El trasfondo chavista que tiene la sociedad venezolana”. Quizás esa última línea podría replantearse.
En otra novela que también habla sobre esa caída, Visita guiada, por la cual transita sin vértigo hacia el vacío Juan Andrés Pizzani, este quita la carga estadounidense a la palabra whisky, al sustituirla por güisqui, que nos da cuenta de una dimensión mucho más fiel de este símbolo folclórico en el contexto venezolano que describe la novela. Es decir, elsueño americano convertido en embriaguez venezolana, y manifestado así por medio de la representación lingüística.
Sin embargo, esta no es la única bebida que reúne a su alrededor una identidad cultural y socio-económica. Lo mismo sucede en el caso de la Canelita y el Anís.La rebeldía de estas bebidas se encuentra en su dulzura, opuesta al gusto seco del whisky. Es una subversión ideológica que empieza en el paladar. Uno de los archivos que da cuenta de esta observación sociológica, es decir, de la Canelita como símbolo, o marca (en lenguaje publicitario), de otro estilo de vida en esa ciudad vertical que Díaz comentaba, es el tema y video de Equisele XL, “Caracas en Wagoneer”, publicado en 2009.
Que el archivo que dé cuenta de este fenómeno sea un video de Hip-hop resulta significativo en muchas dimensiones. Primero, por los orígenes subterráneos, literalmente, de esta cultura (específicamente del elemento del graffiti) en el subway o subterráneo de New York[1], medio de transporte que, en Caracas, para Luis Fernando Restrepo, en su estudio “Territorio, ciudad y política en Venezuela. Alternativas de futuro en el vértice de la modernidad y la crisis”, es un “elemento integrador de las clases sociales y expresión de homogeneidad social en medio de la diversidad urbana”. Cabe preguntarse, entonces, si el Hip-Hop, la Canelita y el Metro, ¿no funcionan como una suerte de idea-realidad de una posibleVenezuela subterránea que espera emerger, en la que las diferentes clases sociales encuentran una coexistencia más armoniosa y respetuosa de sus rasgos distintivos, con larga data histórica?
[1] Con origen no me refiero a unos míticos trazos iniciales, que CornBread se atribuye a sí mismo en Philadelphia, en una declaración para el completísimo documental sobre este movimiento en importantes ciudades del mundo: “BombIt”, sino al evento social que hace visible lo que hasta ese momento era un fenómeno invisible, marginal. Es en los vagones de ese subterráneo que este movimiento emerge metafórica y realmente, haciéndose visible. |
El Anís es una bebida mucho más popular, que también da cuenta de un sujeto urbano (como las dos mencionadas anteriormente). Las diferencias con respecto al Hip-Hop y la Canelita se hacen presentes, así como sus similitudes. Si ambas comparten una sustancia rebelde en contra de la ideología del urbanismo vertical, las subversiones son completamente distintas. Quizás el video “Saca la botella de Anís”, de Hecs ft. Emeese&Demencia Family, se hace eco de estas distinciones. Mientras el Hip-Hop porta una ideología de malandro viejo, es decir, mucho más cercana a la figura del delincuente que roba para equilibrar la balanza vertical de la sociedad, a la manera del arquetípico Robin Hood, el Anís y otros ritmos musicales (igualmente o incluso más populares, dado su carácter comercial) como el reggaetón, se encuentran relacionados al malandro que entra en escena luego, entre 1980 y 1990,y que se caracteriza por una actitud descreída y nihilista ante la vida, que pudiera resumirse en el descreimiento de todo, o la certeza de la nada. Sobre este tema vale la pena rescatar el libro La ley de la calle. Testimonios de jóvenes protagonistas de la violencia en Caracas, escrito significativamente, en tiempos de radicalización política, por José Roberto Duque y Boris Muñoz.
Esta certeza de la nada, fuertemente acompañado del triunfo de la ideología capitalista, no es exclusivo en Venezuela. Podría encontrar ciertas similitudes con la narco cultura mexicana y colombiana, como se puede ver en la estética e idealización y realización de la belleza femenina. La cirugía estética es una muestra del desprestigio de la naturalidad y del triunfo de la técnica y la tecnología. En otras palabras, es un triunfo de la ideología tecnocrática, que busca controlar, determinística, todos los aspectos de la vida humana. Y eso, parece, es profundamente popular.
Por último, quizás valga la pena dedicar unas líneas al Cocuy, una bebida que en los últimos años se ha revestido de gran prestigio, digamos, en la sociedad venezolana. En un artículo de Janet Padrón, publicado el 21 de septiembre de 2015 en el periódico gubernamental Correo del Orinoco, esta exponía algunas de las virtudes nutritivas, comerciales y culturales de dicha bebida. El título del artículo es “El cocuy pecayero es una ‘bebida patrimonial’ que se bebe desde antes de llegar los españoles”, y nos lleva hacia una idealización buen salvajista de la identidad venezolana, que contrasta mucho con el nombre del periódico, que en el siglo XIX dio contundencia y espacio imaginario, lectura al pensamiento ilustrado de los independentistas criollos, es decir, de la mixtura racial y cultural que inevitablemente somos. Sin embargo, también resulta interesante de ese artículo, e imprescindible para el devenir, la valoración (idealizada, cabe destacar) de lo propio en oposición al whisky y toda la carga ideológica importada antes descrita. Refiriendo las declaraciones del “arquitecto paisajista José Gabriel Venta Díaz”, escribe Padrón: “El Agave cocui Trelease tiene un porcentaje elevadísimo de fructosa: ‘Es una planta que acumula fructosa y su licor puro, sin estar mezclado con aguardiente, es superior a un whisky’, subrayó”.
Visto así, no resulta extraño que la revista de Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, La Comuna de Bello, haya editado un inconseguible sexto número titulado “Cocuy Ginsberg: 60 años del aullido”, donde se hace presente la influencia de este norteamericano a su vez influenciado por el demócrata (en otro sentido contextual de este término, recuperado por la descripción que Guillaume Apollinaire hace de su entierro) Walt Whitman. Quizás las repercusiones de la contracultura de los años 1960 y 1970 son las que se traman socialmente alrededor del Cocuy en Venezuela. Este texto, sin embargo, no son más que apuntes para futuras profundizaciones. No se trata de certezas, sino de intuiciones y aproximaciones muchas veces erradas, con miles de matices posibles. (Miguel Chillida)